Por la oración ahondamos en la amistad con Dios, nuestra existencia toma otro horizonte al descubrir el amor de Dios, y recibimos la energía necesaria para la misión: Muchas veces he pensado espantada de la gran bondad de Dios, y regaládose mi alma de ver su gran magnificencia y misericordia… Por ruines e imperfectas que fuesen mis obras, este Señor mío las iba mejorando y perfeccionando y dando valor, y los males y pecados luego los escondía (V 4,10). El Papa insiste en la relación entre oración misión: «Si bien esta misión nos reclama una entrega generosa, sería un error entenderla como una heroica tarea personal, ya que la obra es ante todo de Él, más allá de lo que podamos descubrir y entender. Jesús es “el primero y el más grande evangelizador”. En cualquier forma de evangelización el primado es siempre de Dios, que quiso llamarnos a colaborar con Él e impulsarnos con la fuerza de su Espíritu. La verdadera novedad es la que Dios mismo misteriosamente quiere producir, la que Él inspira, la que Él provoca, la que Él orienta y acompaña de mil maneras» (EG 12).
Es deseo de la Santa que todos busquemos sino la renovación espiritual, el trato de amistad con Dios que ella pretendió: No veo, Criador mío, por qué todo el mundo no se procure llegar a Vos por esta particular amistad (V 8,6). La oración para ella tenía finalidad apostólica. En la oración, trato de amistad con Dios, descubre a Cristo como amigo: ¡Oh Señor mío, cómo sois Vos el amigo verdadero; y como poderoso, cuando queréis podéis, y nunca dejáis de querer si os quieren! ¡Alaben os todas las cosas, Señor del mundo! ¡Oh, quién diese voces por él, para decir cuán fiel sois a vuestros amigos! Todas las cosas faltan; Vos Señor de todas ellas, nunca faltáis. Poco es lo que dejáis padecer a quien os ama (V 25,17).
A Teresa la misión le llevó a ser pregonera de la oración como camino de amistad personal con Jesucristo. En el libro de la Vida nos ofrece la definición: No es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama (V 8,5). En la lectura de sus obras observamos su referencia permanente a Jesucristo, Dios hecho hombre, cuya humanidad santísima es objeto de su incansable contemplación y amor: tratad con Él como con padre y como con hermano y como con señor y como con esposo; a veces de una manera, a veces de otra, que Él os enseñará lo que habéis de hacer para contentarle (C 28,3).
Resultado de nuestra misión habrá de ser el trato continuo con el Señor, ver con claridad que no podemos ser buenos cristianos si el espíritu del mundo entra en nosotros; es preciso estar atentos y discernir, como la Santa: Por una parte me llamaba Dios; por otra, yo seguía al mundo. Dábanme gran contento todas las cosas de Dios; teníanme atada las del mundo. Parece que quería concertar estos dos contrarios tan enemigo uno de otro como es vida espiritual y contentos y gustos y pasatiempos sensuales (V 7,17). Debe crecer nuestra confianza en el Señor, que nos ama y nos puede salvar, que llevará a cabo la misión diocesana en favor de los hombres, y el que siempre nos espera con paciencia. Pues si a cosa tan ruin como yo tanto tiempo sufrió el Señor… ¿qué persona, por malo que sea, podrá temer? (V 8,8). Esto mismo expresa el Papa: «La primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más. Pero ¿qué amor es ese que no siente la necesidad de hablar del ser amado, de mostrarlo, de hacerlo conocer? Si no sentimos el intenso deseo de comunicarlo, necesitamos detenernos en oración para pedirle a Él que vuelva a cautivarnos» (EG 264).
Haber amado intensamente a Jesucristo, tratarle como a un amigo en la oración, es fuerza que nos impulsa a comunicarlo a los demás, sin poderlo silenciar. Esta fue la experiencia de los apóstoles: “Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos” (1Jn 1,3); y Santa Teresa no encontró nada mejor: Después que vi la gran hermosura del Señor, no veía a nadie que en su comparación me pareciese bien ni me ocupase…; que después acá todo lo que veo me parece hace asco en comparación de las excelencias y gracias que en este Señor veía (V 37,4). El Papa nos invita a orar y salir en misión: «Miremos a los primeros discípulos, quienes inmediatamente después de conocer la mirada de Jesús, salían a proclamarlo gozosos: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41). La samaritana, apenas salió de su diálogo con Jesús, se convirtió en misionera, y muchos samaritanos creyeron en Jesús «por la palabra de la mujer» (Jn 4,39). También san Pablo, a partir de su encuentro con Jesucristo, «enseguida se puso a predicar que Jesús era el Hijo de Dios» (Hch 9,20). «¿A qué esperamos nosotros?» (EG 120). Sólo el encuentro con el Señor nos capacita como misioneros. Pues si nunca le miramos ni consideramos lo que le debemos y la muerte que pasó por nosotros, no sé cómo le podemos conocer ni hacer obras en su servicio (M2 1,11).
Para la Santa, la compañía del Señor da un significado diferente a las exigencias de la Reforma: determinarnos a seguir por este camino de oración al que tanto nos amó (V 11,1). Cristo trasforma nuestra vida; si le dedicamos un poco de tiempo, Él corresponde abundantemente: Creedme, mientras pudiereis no estéis sin tan buen amigo. Si os acostumbráis a traerle cabe vos y Él ve que lo hacéis con amor y que andáis procurando contentarle, no le podréis -como dicen- echar de vos; no os faltará para siempre; ayudaros ha en todos vuestros trabajos (C 26,1).
Objetivo de nuestra misión
consiste en que cada uno descubra a Jesucristo como compañero y amigo, que nos
habla y nos ofrece su amistad. No lo descartemos, mientras pudiereis no
estéis sin tan buen amigo (C 26,1), porque amando de verdad a Dios,
andaremos por el mejor de los caminos: Quien de veras aman a Dios, todo lo
bueno aman, todo lo bueno quieren, todo lo bueno favorecen, todo lo bueno loan,
con los buenos se juntan siempre y los favorecen y defienden. No aman sino
verdades y cosa que sea digna de amar (C 40,3).
Dios por su promesa se pone
de parte de los que rezan, aunque sean pecadores: “todo el que invocare el
nombre del Señor se salvará” (Hch 2,21). Santa Teresa quería a sus monjas todas
ocupadas en oración por los que son defendedores de la Iglesia y predicadores y
letrados que la defienden (C 1,2), todo por el bien de la Iglesia. Pero también,
porque la oración es señal de que el Señor está con nosotros, nos ama y nos
guarda. Es el mismo Espíritu quien ora en nosotros, y acude en socorro de
nuestra flaqueza, “el Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad, pues
nosotros no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por
nosotros con gemidos inefables” (Rom 6,26).