Pastrana: Donde la princesa de Éboli hizo fracasar a santa Teresa (o casi)
Las intrigas
del poder y el enfrentamiento con la princesa de Éboli marcaron un triste
episodio de la vida de la Santa, que Juan Manuel de Prada recupera en su última
novela: El
castillo de diamante
… El sol
de estos primeros días de junio de 1569 barniza con una pátina dorada la piedra
del palacio Ducal, residencia de los príncipes de Éboli. Es a su requerimiento
que han acudido Teresa y dos de las monjas del recién fundado Carmelo de Toledo
que la acompañan. Aunque, a decir verdad, lo hayan hecho a regañadientes. Sus
resistencias iniciales, que Teresa dejará consignadas en el libro de Las
Fundaciones, no son caprichosas, sino que nacen del celo y del recelo bien
fundados: del celo por cuidar a sus monjas de Toledo, a quienes Teresa ve
demasiado inexpertas como para abandonarlas menos de dos semanas después de
fundado el convento, y del recelo que le suscitan las intenciones que pueda
ocultar la princesa de Éboli. Que no por ser monja contemplativa deja de
conocer Teresa quién es de verdad doña Ana de Mendoza y de la Cerda, una de las
mujeres más influyentes del imperio español merced a compartir alcoba con Rui
Gómez, consejero, valido y amigo de su majestad el católico rey Felipe.
Enemigos enconados de la Casa de Alba, la otra gran
familia de la nobleza española –con quienes, por cierto, Teresa de Jesús
mantiene excelentes relaciones–, Ana de Mendoza y su esposo (a quien en los
mentideros de la Corte llaman Rey Gómez por el poder tácito que detenta)
llevan una larga temporada acometiendo numerosas empresas de toda índole:
artística, militar y también religiosa. Su objetivo es poder presentarse ante
el monarca con una posición más ventajosa que la que puedan gozar los de Alba,
a quienes Felipe II parece haber preferido frente a los de Mendoza en los
últimos tiempos.
Florencia
en la Alcarria
La pugna
entre ambas casas deja a Teresa en el medio, y de sus vaivenes, que se
prolongarán con los años y darán origen a intrigas, maledicencias y
conspiraciones de trágico final, la gran beneficiada va a ser la Villa Ducal de
Pastrana, donde los príncipes de Éboli quieren levantar una segunda Florencia.
El estilo renacentista del palacio, con sus riquísimos artesonados de madera de
pino, sus frisos con medallones de estilo italiano y su azulejería de resabios
portugueses, da buena cuenta de ello.
Sus
mediaciones han conseguido también que la iglesia parroquial de Pastrana haya
obtenido la bula papal para convertirse en colegiata, y con 48 canónigos nada
menos, es decir, con más que cualquiera de las catedrales de España y con solo
uno menos que la catedral primada de Toledo. Además, el príncipe ha hecho traer
e instalarse en la villa a dos eremitas de origen italiano; y ahora, la
princesa quiere que Teresa de Jesús, cuya fama de santidad es ya notable por
toda España, funde allí uno de sus conventos… bajo la supervisión directa de la
noble.
En menos
de un año, y a pesar de los «hartos trabajos que pasamos por pedirme algunas
cosas la princesa que no convenían a nuestra religión», Teresa logra un hito en
Pastrana que no repetirá en ningún otro lugar: fundar no uno, sino dos
conventos: el de San José, para sus monjas, y un segundo de varones, al sumar
para su recién nacida rama masculina del Carmelo a los dos eremitas italianos
traídos por Rui Gómez. Uno de ellos, que tomará por nombre de religión fray
Juan de la Miseria, pasará a la Historia por ser el autor del único retrato de
Teresa de Jesús pintado en vida de la reformadora religiosa.
Sin
embargo, el éxito va a ser pírrico. La turbulenta relación entre la princesa de
Éboli y Teresa va a deslizarse de la tirantez al desgarro. Solo unos años
después de la fundación, tras la muerte de Rui Gómez, Ana de Mendoza exige
entrar en el Carmelo de Pastrana que ella misma ha financiado, y una vez
dentro, impone unas condiciones inasumibles: quiere recibir visitas, tener a
sus criadas como novicias, ser consagrada como monja sin pasar por los estados
previos que exige la regla, pide que las carmelitas se arrodillen ante ella en
señal de vasallaje, y reclama que se rece por el alma de su esposo ante el
Santísimo, pero con rezo vocal, pues no entiende el valor de la oración mental,
una de las prácticas de piedad más novedosas propuestas por Teresa para tener
un trato más personal con Cristo.
La presión será tan insoportable que las monjas de
Pastrana escriben a la fundadora abulense y esta les ordena que abandonen el
monasterio, huyendo de noche. Dar por perdido el convento supone el primer gran
fracaso de Teresa, que se consumará siglos después cuando Mendizabal ordene la
exclaustración de los frailes carmelitas. Se trata, no obstante, de un fracaso
relativo, pues Teresa va a ser, por su libertad espiritual, una de las pocas
personas que no se sometan al poder temporal de la princesa de Éboli.
Novela de
caballerías a lo divino
Con estos mimbres históricos, que incluyen entre
otras cosas denuncias a la Inquisición, teje Juan Manuel de Prada El castillo de diamante
(Espasa), su última novela. En ella disecciona la relación entre la Santa y
la princesa de Éboli, e ilustra –con una viveza que atrapa desde la primera
línea–, la complejidad del trato personal y espiritual que mantuvieron ambas.
Una obra que, a decir de su autor, es «un libro de caballerías a lo divino», y
que presenta en el mercado quizás la mejor de las novelas sobre la Santa
publicadas en este Año Teresiano.
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*Una novela sobre la tempestuosa relación que
mantuvieron dos de las mujeres más importantes de nuestra historia: santa
Teresa de Jesús y la princesa de Éboli.
Durante el reinado de Felipe II, dos mujeres
—Ana de Mendoza, princesa de Éboli, y santa Teresa de Jesús— sostienen una
batalla sin cuartel y se abren paso, cada una a su manera, en un mundo que
pretende aplastarlas. La primera, en busca del triunfo mundano, trata de
alcanzar la supremacía entre los grandes de España; la segunda, en busca de la
unión plena con Dios, planta cara al fariseísmo religioso y burla las
asechanzas del poder político.
Deseosas ambas de hacer realidad sus anhelos
interiores, acabarán enfrentándose cuando Ana de Mendoza requiera a Teresa de
Jesús para que funde bajo su patrocinio un convento en Pastrana. A
regañadientes, Teresa accederá a los deseos de la princesa, pero no tardarán en
saltar chispas…
En El castillo de diamante, Juan Manuel de Prada narra con gran brío y
donaire este enfrentamiento, a la vez que se adentra en el alma de dos mujeres
singulares e irreductibles y nos ofrece una visión sorprendente y original de
una época en la que las expresiones más variadas de la fe religiosa libraban
cortejo y combate con el poder político. Y todo ello con un estilo que
bebe en las fuentes de la espiritualidad teresiana, la novela
picaresca, el esperpento valleinclanesco y el humor cervantino.
La aventura de la santidad y la
disputa por el poder presentada como una novela de caballerías a lo divino, en
una obra que se inscribe en la mejor tradición de la literatura española.
"El castillo de diamante"
(un breve extracto de las paginas 13-17)
..."Ana de Mendoza,
princesa viuda de Eboli…habría querido admirar a Teresa de Jesús. Nada le
habría gustado más que ser su amiga y confidente y penetrar en las moradas más
íntimas de su alma, ese castillo de diamante donde anidaba Dios.
Habría querido caminar,
de la mano de Teresa de Jesús, por aquellas estancias que imaginaba muy
recogidas y amenas, llenas de una luz tibia, hasta disfrutar de las gracias y
mercedes que Teresa disfrutaba…
Ana de Mendoza, mientras engrosaba su prole,
sus riquezas y su poder, nunca había podido colmar su deseo más íntimo y
auténtico, que era de naturaleza espiritual. No sabía si tal anhelo se lo había
inspirado Dios o el diablo; pero sabía que, faltándole, su vida se había
quedado trunca, fallida, sin centro y sin sustancia. Y mientras ella penaba,
peregrina en pos de esas mercedes espirituales que le habían sido negadas,
Teresa de Jesús había sufrido las contrariedades y desengaños más acerbos,
había forcejeado con la incomprensión y el desprecio de frailes fatuos y
prelados regalones; pero en medio de esa batalla, que a cualquier otra persona
habría desalentado y rendido, Teresa había contado con Dios, había conseguido
que Dios se metiese en su alma, que se fundiese con ella en amoroso coloquio,
que la abrasase con su fuego y la cegase con su luz y la gratificase con delicias
que el resto de los mortales ni siquiera podían sospechar. Y Teresa de Jesús no
sólo había obtenido esas mercedes, sino que además poseía el don de contarlas
llanamente, como si estuviesen al alcance de cualquiera. Salvo de Ana de
Mendoza, princesa viuda de Eboli.
Ana de Mendoza nunca había podido desmayarse
y adormecerse en brazos de ese Amado que visitaba a Teresa de Jesús cada poco,
a veces en la sigilosa noche, mientras el mundo dormía, pero a veces también en
en medio de los quehaceres cotidianos o acompañando sus oraciones, hasta que el
bisbiseo del rezo se transformaba en arrumacos y caricias de enamorados. Ana de
Mendoza no había logrado sentir jamás aquel deleite grandísimo que describía
Teresa de Jesús en el Libro de su vida, incomparable con cualquier deleite
humano, aquel suave desfallecer en que falta el aire y todas las fuerzas
corporales y los sentidos se desvanecen sin querer y el entendimiento se deja
en manos de Dios, que hace entonces suya el alma, apartándola de todo cuidado,
brindándole gozo o dolor, sosiego o querella, bálsamo o herida, según su deseo,
hasta engolfarla por completo, de modo que el alma ya no quiere otra cosa sino
estar poseída, invadida, anegada de Dios. Así, poseída, invadida, anegada de
Dios, había sorprendido Ana a Teresa muchos años atrás, allá en Toledo, cuando
fue al palacio de su tía o prima para aliviarle el duelo de la viudez. Ana, que
por aquellas mismas fechas había ido también a visitar a doña Luisa, dormía en
una alcoba contigua a la de Teresa; y alguna noche acertó a escuchar sus dulces
quejidos…
Y en la alcoba de
Teresa también parecía arder un fuego…como Moisés debió temblar en presencia de
la zarza ardiente, a juzgar por la luz vivísima que se escapaba entre la jamba
y la hoja de la puerta apenas entornada… Teresa se hallaba de rodillas en mitad
de la alcoba, con los brazos extendidos y el rostro alzado hacia el techo…
Entonces Ana creyó adivinar una forma encendida, más pequeña. como un ángel o
querubín de contornos casi humanos, que parecía dar vueltas en derredor de
Teresa, envolviéndola y sosteniéndola en volandas, antes de ensartarle en las
entrañas un dardo con la punta como una brasa o un carbuncio que encendió su
corazón y la hizo refulgir por dentro, como si toda ella estuviese hecha de
fuego, como si todo su cuerpo fuese alma abrasada e incandescente que se eleva
como una pavesa, en busca de su dulce amado centro.
Ante la mirada perpleja
de Ana, Teresa había permanecido nimbada por aquel fuego que se irradiaba desde
su pecho, elevada en el aire y como sostenida por cuerdas invisibles, con el
rostro trémulo y arrebolado, como a punto de ser arrebatada al cielo, antes de
desvanecerse y desplomarse muy lentamente, como golpeada por dulcísima muerte,
mientras los quejidos se convertían en sollozos de gratitud y requiebros entre
el alma y Dios…."
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